*Por Nicolás Boggino
// Difícil es encuadrar o calificar a este personaje dentro de alguno de los aspectos que lo hacían tan particular. ¿Un poeta?, ¿un loco? o, quizás el más odioso, ¿un croto? Para mí, un personaje que logró la fascinante combinación de estas tres características. Consiguiendo que su estilo de vida sea la envidia de muchos de los que lo conocían: ricos, pobres, jóvenes, viejos, sobre todo los artistas. Todos quisieron, al menos por un instante, ser Cachilo.
Mezcla rara de penúltimo linyera y de primer polizonte al viaje a Venus, Piazzola parece haber podido comprender ese estado de abandono para con el sistema y locura extrema con la que este rosarino deleitaba día a día las calles de la ciudad. Hombre tosco, muy gruñón, un poco oloriento y con un extraño rechazo para con las mujeres. Paisano de ley y amigo de los hombres barbudos. Defensor de la patria -obviamente, a su manera- y piedra fundamental en la historia de las pintadas o graffitis callejeros. Y con una chapa que pocos artistas de la urbe llegaran a tener: Cachilo, el poeta de los muros.
Hurgando un poco por la vida de Cachilo, en una primera impresión, parecería que nos encontramos con una persona totalmente fuera de sus cabales. Pero si le buscamos la sintonía pareciera que este caminante no estaba tan loco. Simplemente había sido configurado bajo otra frecuencia que, por alguna vaga razón, nos resulta difícil comprender. Sus cuestionamientos para con el sistema -tan básicos y tan reales a la vez- llegaban a la perfección: “Se alquila esta tierra a quien sepa defenderla”, “Del ministerio de la guerra vienen los militares a ver que haces con tus australes” o “Paciencia paisano, es nuestro destino de argentinos”. Estos, entre otros tantos, eran sus gritos de libertad.
Su equipaje estaba constituido por un par de latas y un mono lleno de ropa -que viajaba las veces colgado de su hombro- y por sus herramientas de trabajo: un par de ceritas y algunos crayones y lápices -que de seguro conseguía gracias a su carisma-. Nadie que lo haya conocido puede explicar por qué este coqueto, educado e inteligente empleado del correo, decidió, sin cuestionamientos algunos, dedicar su vida al hobo, a las andanzas y a la libertad. Es casi como el grito de ¡¡Bye Smith!! que muchos quisiéramos dar para alejarnos del sistema, decir adiós al monstruo capitalista y solo dedicarnos a ser.
“San cono, la borrachera se pasa, la locura no”. Su poesía fue estudiada por muchos y comprendida por pocos. Quizás de eso se trata la locura. Tal vez por eso los apuntamos con el dedo y los convertimos en estos personajes de gran simpatía pero de tan poca credibilidad. Pero Cachilo generaba cosas muy particulares: tenía un grupo de admiradores, salía en los diarios y sus pintadas eran editadas en revistas y periódicos. Conseguir una nota de este celebre vagabundo era realmente complicado, entonces se fue transformando en un cuestionador social. Pero mas allá de su locura, los mensajes que trasmitía tenían un contenido y era muy respetado por todos. Hasta el punto que, un grupo de intelectuales y artistas, se dirigieron al consejo deliberante con el fin de convertirlo ciudadano ilustre -cuestión que aun queda pendiente-. En la actualidad podemos ver un homenaje que un puñado de virtuosos rosarinos plasmaron sobre un mural en la esquina de Rioja y Buenos Aires.
“Desaliento, lluvia y viento” para los sin techo -como él solía llamar a la gente que se aventuraba a su misma suerte de caminante-. Claro ejemplo de creatividad que muchos de los pintores callejeros contemporáneos deberían comprender, para que el hecho de arruinar un muro se convierta en valor perdurable, en mensaje, en legado y en historia.
“Hombre pena, sangre y arena”, nos contaba Cachilo. Tal vez en una suerte de descargo sobre la vida que el aventurero llevaba. Un cuatro de octubre del año 1991 Cachilo perdía su vida. Pero no sin dejar antes su despedida: “Cadáver resto, disculpe si molesto”.
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