lunes, 20 de septiembre de 2010

El analfabeto funcional y el idiota útil



*Por Esteban Santantino

El jueves 8 de septiembre se celebró el “Día Internacional de la Alfabetización”. Esto es así desde que en 1967 lo decidieran conjuntamente la Organización de las Naciones Unidas y la UNESCO. En este sentido una vez más, los invito a que hagamos un pequeño esfuerzo para desgarrar los conceptos, reconstruirlos desde nuestra visión de las cosas y de esta manera, apropiarnos de ellos, dejando de lado el facilismo de repetir estructuras conceptuales, elaboradas por terceros.

En Febrero del año 2002, una época complicada en nuestro país, el diario La Nación publicó un estudio de la UNESCO que decía que Argentina tenía “las tasas educativas más altas de la región”. Siguiendo las estadísticas desde el año 2001 en que la tasa de alfabetización de nuestro país era del 96,2 %, llegamos a la actualidad con una tasa del 97,2 % (fuente: www.indexmundi.com). Inmejorable podríamos decir. Lo que hace evidente hasta qué punto son significativos los números bonitos, sobre la realidad de una sociedad.

Entonces: ¿Qué significa ser analfabeto? Según la UNESCO una persona es analfabeta cuando “no puede leer ni escribir una breve frase sobre su vida cotidiana”. Pero, ¿qué implica esta definición? y ¿qué nos aporta para entender nuestra cotidianeidad?

Entre todos los pedagogos del mundo, hay uno perteneciente a nuestra geografía cercana ya que era brasileño, que revolucionó la mismísima concepción de la educación en su sentido más amplio. Su nombre es Paulo Freire y estuvo dando vueltas por la tierra hasta el año 1997. Freire nos invitaba a imaginar que “La alfabetización es (…) mucho más que leer y escribir. Es la habilidad de leer el mundo, (…) de continuar aprendiendo y es la llave de la puerta del conocimiento”.
Es por esto que existe un consenso bastante generalizado para ampliar la definición de la UNESCO con el adjetivo de “funcional”. Es decir, hablemos de “analfabetos funcionales”, para relacionar a la capacidad de leer y escribir, con el “uso” que hacemos de esa capacidad. O bien, a modo de pregunta, ¿de qué sirve saber leer y escribir, si no lo usamos para entender el mundo que nos rodea y, sobre todo, para imaginar de qué manera podemos mejorarlo?

Y entonces: ¿Cuál es la diferencia entre una persona que por haber nacido en la pobreza tuvo que trabajar desde chiquito y que sigue luchando por lograr una existencia digna; con otra que estudió hasta que obtuvo el título que más le gustaba, pero cuyo universo de interés deambula por cuánta plata tiene en el bolsillo y por lo que pasa con la vida de la farándula?

Siempre escuchamos, incluso lo decimos quienes formamos parte de este programa, que la solución a muchos de los problemas que identificamos en nuestra sociedad empiezan por extender, mejorar y profundizar el acceso a la educación. Sin dejar esto de lado, es válido preguntarse educar para qué. Nuestro amigo Freire propone que la educación debe serlo para la libertad, para humanizarnos, para la construcción colectiva del conocimiento que no sólo emana de los maestros y profesores en las aulas sino que anda pateando la calle e interrogándonos en cada esquina. Ese conocimiento, intuye quien les habla, no será jamás reflejado por los números estadísticos.

Por último, quiero compartir con ustedes un grito desesperado del dramaturgo alemán Bertolt Bretch, contra el peor de todos los analfabetos:
“El peor analfabeto es el analfabeto político. (Él) No oye, no habla, no participa de los acontecimientos políticos. No sabe que el costo de la vida, el precio del poroto, del pan, de la harina, del vestido, del zapato y de los remedios, dependen de decisiones políticas. El analfabeto político es tan burro que se enorgullece y ensancha el pecho diciendo que odia la política. No sabe que d
e su ignorancia política nace la prostituta, el menor abandonado, y el peor de todos los bandidos que es el político corrupto, mequetrefe y lacayo de las empresas nacionales y multinacionales.”

No hay comentarios.: